Recién llegado de Francia no se había preocupado por conocer las leyes ni las costumbres islámicas a pesar de que su compromiso con el gobierno Afgano era para tres años.
En su embajada le habían recomendado los servicios de un joven musulmán que suplía el desconocimiento del francés con su inteligencia despierta y su buena disposición para las tareas domesticas.
El señor Pierre fue condescendiente con su criado -en su opinión reservado en exceso- cuando en su primer verano de estancia en Kabul echaba en falta, con relativa frecuencia, algunos refrescos de su bien surtido refrigerador.
La desaparición de un reloj de oro durante un fin de semana fuera de la capital le hizo sospechar de Ibrahinn y sin pensar en el alcance de su denuncia lo puso en conocimiento de las autoridades.
No pudo evitar el pobre criado de un rico ingeniero de obras públicas que le cortaran la mano derecha a pesar de no encontrársele la joya entre sus pertenencias y de proclamar a gritos su inocencia.
No pasó mucho tiempo cuando al darle la vuelta al colchón por el lado de invierno, ahora no disponía de ayuda en las tareas de la casa, apareció el reloj de oro enredado entre los muelles del somier.
El señor Pierre, que era un hombre justo, no dudó en presentarse ante las autoridades para comunicar el hallazgo y ponerse a disposición de las leyes islámicas.
Al poco tiempo fue visto en el avión que le trajo de vuelta a Francia con el puño de su camisa de seda anudado sobre el muñón donde le faltaba su mano derecha.