¿Quién de vosotros me ha llamado? ¡Yo! contestan dos voces al unísono: Ella un símbolo palpable de la abundancia de Egipto en los primeros años del virreinato de José y él la escasez y penuria de Israel en los otros siete que siguieron.
Rogelio observa la frente sudorosa de Luisa: La camisa desabrochada, la falda demasiado corta para su edad, sin medias, la bata de trabajo colgada en la percha y que se está dando aire con una carpeta azul cogida de un montón que abarrotan mesas y estanterías.
Empecemos por las señoras que todavía quedamos caballeros en la empresa: ¡A ver Luisa! ¡Cuéntame que te pasa!
¡Hombre! ¡Rogelio! Contesta ella -sin dejar de abanicarse cada vez con más fuerza- pasar, pasar, lo que se dice pasar no me pasa nada, solo que me he dicho: mira Luisa, ahora que no tienes nada que hacer ¿Por qué no llamas al servicio técnico para que te solucione tus problemas con el aire acondicionado? He llamado por el interfono al taller de los calefactores y ¿Quién dirás que aparece? ¡Pues nada mas y nada menos que el mismísimo señorito Rogelio en persona, o sea el último mono del servicio técnico o sea el que habla mucho, promete más lo enreda todo y deja las cosas como se las encuentra.
Rogelio, que ya se ha ido acostumbrado a los recibimientos de la Luisa, pone su escalera de aluminio (que trae sobre los hombros) debajo de la salida del aire acondicionado, sube tres peldaños, mira el comprobador de temperatura y dice mientras se rasca con la otra mano la cabeza:
Ya sabes Luisa que en esta vida todo es relativo y nunca sopla el aire acondicionado al gusto de todos, las cosas son como son y es muy difícil cambiarlas, aparte que uno es un mandado que tiene un montón de jefes por encima ¿Qué mas quisiera yo que darle gusto a todo el mundo? Pero, no te preocupes, que voy a hacer todo lo posible para bajarte unos grados.
¡Espera un poco! Le interrumpe Alberto, el compañero de Luisa: un funcionario con el doble de años y la mitad de peso, un jersey negro de cuello alto que le tapa la boca y un tremendo catarro impiden que se le escuche con claridad, de la protuberancia afilada y rojiza le destilan gotas de agua que está dando saltitos sobre el suelo de terrazo y se frota las manos como si quisiera rompérselas. Alfredo, con un trozo de papel que tiene en el bolsillo de la bata se suena la moquilla lo tira a la papelera con rabia y dice: Pues el hijo del señor Valentín y de la señora Petra le ocurre todo contrario y advierte a todos los calefactores del mundo que se le pongan en fila india y a todas las Luisas –que se morirían de calor hasta en el Polo Norte– que en estas condiciones siberianas yo no puedo trabajar, y si no se me dan los grados que la Luisa dice que le sobran esta misma tarde le pido la baja al médico por bronquitis crónica.
Rogelio, que sigue subido en la escalera, masculla algo entre dientes sobre lo complicados que somos los humanos; luego, elevando el tono, dice que el tema se le escapa pero que se lo va a contar al encargado para que se lo diga al ingeniero y que este informe a la dirección, pero que el tema lo arregla o deja de llamarse Rogelio.
Tras la promesa –que sabe que no va a cumplir y que ni la una ni el otro se la cree– se pone la escalera de tijeras sobre el hombro, se despide de la pareja y se baja al taller mientras los deja discutiendo delante de los cerros de expedientes por hacer.
Es la hora del desayuno, el oficial de primera calefactor deja la escalera en su sitio y toma asiento junto a otros cinco compañeros, que están mareando una bota con vino de Navalcarnero. En la mesita que, rodean alegres y distendidos, hay un buen trozo de queso de oveja en aceite, un plato con embutidos ibéricos, sendas latas abiertas de mejillones y sardinillas en aceite, aceitunas de Camporreal y dos barras de pan hecha trozos. La tele, que se apaga pocas veces, informa que dos agricultores, uno de Pinto y otro de Valdemoro casi se matan a palos por un problema de lindes.
¿De que iba el aviso? Le pregunta Daniel el encargado mientras le ofrece la bota. Rogelio la levanta y apunta durante unos diez segundos el reloj de la pared; se seca unas gotas con la manga de la chaquetilla azul oscuro y contesta: pues iba de una que se achicharra de calor y de otro que se pasma de frío estando los dos en el mismo habitáculo, haciendo el mismo trabajo, y con los mismos grados de temperatura
¿Y que piensas hacer?
Pues yo, de momento solo aspiro a disfrutar de lo que hay sobre la mesa, no dejar quieta a la bota, ganaros el café a los chinos y dejar que corran las manecillas del reloj.
¡Hombre Rogelio! ¡Cómo eres! ¡Algo se podrá hacer! No me extraña que con oficiales como tu, tengamos tan mala fama los de mantenimiento de los centros públicos.
¡Ah! ¡Si¡ ¡No me digas! O mejor dicho ¡Si me digas!: ¿Qué harías tú, que para eso eres el encargado, con esta pareja de locos que no hay quien les entienda y que no hay manera de separarlos?
Pues yo haría, yo haría, empieza a decir Daniel mientras los otros compañeros le miran expectantes (porque no suele mojarse así como así) yo haría yo haría... pide que le entreguen la bota, apunta con ella el reloj más tiempo que de costumbre; se la pasa a otro compañero; se hurga en el bolsillo del pantalón con la mano derecha, la saca con el puño cerrado y dice con aires de victoria: ¡Doce con las que tengo en la mano!
Rogelio observa la frente sudorosa de Luisa: La camisa desabrochada, la falda demasiado corta para su edad, sin medias, la bata de trabajo colgada en la percha y que se está dando aire con una carpeta azul cogida de un montón que abarrotan mesas y estanterías.
Empecemos por las señoras que todavía quedamos caballeros en la empresa: ¡A ver Luisa! ¡Cuéntame que te pasa!
¡Hombre! ¡Rogelio! Contesta ella -sin dejar de abanicarse cada vez con más fuerza- pasar, pasar, lo que se dice pasar no me pasa nada, solo que me he dicho: mira Luisa, ahora que no tienes nada que hacer ¿Por qué no llamas al servicio técnico para que te solucione tus problemas con el aire acondicionado? He llamado por el interfono al taller de los calefactores y ¿Quién dirás que aparece? ¡Pues nada mas y nada menos que el mismísimo señorito Rogelio en persona, o sea el último mono del servicio técnico o sea el que habla mucho, promete más lo enreda todo y deja las cosas como se las encuentra.
Rogelio, que ya se ha ido acostumbrado a los recibimientos de la Luisa, pone su escalera de aluminio (que trae sobre los hombros) debajo de la salida del aire acondicionado, sube tres peldaños, mira el comprobador de temperatura y dice mientras se rasca con la otra mano la cabeza:
Ya sabes Luisa que en esta vida todo es relativo y nunca sopla el aire acondicionado al gusto de todos, las cosas son como son y es muy difícil cambiarlas, aparte que uno es un mandado que tiene un montón de jefes por encima ¿Qué mas quisiera yo que darle gusto a todo el mundo? Pero, no te preocupes, que voy a hacer todo lo posible para bajarte unos grados.
¡Espera un poco! Le interrumpe Alberto, el compañero de Luisa: un funcionario con el doble de años y la mitad de peso, un jersey negro de cuello alto que le tapa la boca y un tremendo catarro impiden que se le escuche con claridad, de la protuberancia afilada y rojiza le destilan gotas de agua que está dando saltitos sobre el suelo de terrazo y se frota las manos como si quisiera rompérselas. Alfredo, con un trozo de papel que tiene en el bolsillo de la bata se suena la moquilla lo tira a la papelera con rabia y dice: Pues el hijo del señor Valentín y de la señora Petra le ocurre todo contrario y advierte a todos los calefactores del mundo que se le pongan en fila india y a todas las Luisas –que se morirían de calor hasta en el Polo Norte– que en estas condiciones siberianas yo no puedo trabajar, y si no se me dan los grados que la Luisa dice que le sobran esta misma tarde le pido la baja al médico por bronquitis crónica.
Rogelio, que sigue subido en la escalera, masculla algo entre dientes sobre lo complicados que somos los humanos; luego, elevando el tono, dice que el tema se le escapa pero que se lo va a contar al encargado para que se lo diga al ingeniero y que este informe a la dirección, pero que el tema lo arregla o deja de llamarse Rogelio.
Tras la promesa –que sabe que no va a cumplir y que ni la una ni el otro se la cree– se pone la escalera de tijeras sobre el hombro, se despide de la pareja y se baja al taller mientras los deja discutiendo delante de los cerros de expedientes por hacer.
Es la hora del desayuno, el oficial de primera calefactor deja la escalera en su sitio y toma asiento junto a otros cinco compañeros, que están mareando una bota con vino de Navalcarnero. En la mesita que, rodean alegres y distendidos, hay un buen trozo de queso de oveja en aceite, un plato con embutidos ibéricos, sendas latas abiertas de mejillones y sardinillas en aceite, aceitunas de Camporreal y dos barras de pan hecha trozos. La tele, que se apaga pocas veces, informa que dos agricultores, uno de Pinto y otro de Valdemoro casi se matan a palos por un problema de lindes.
¿De que iba el aviso? Le pregunta Daniel el encargado mientras le ofrece la bota. Rogelio la levanta y apunta durante unos diez segundos el reloj de la pared; se seca unas gotas con la manga de la chaquetilla azul oscuro y contesta: pues iba de una que se achicharra de calor y de otro que se pasma de frío estando los dos en el mismo habitáculo, haciendo el mismo trabajo, y con los mismos grados de temperatura
¿Y que piensas hacer?
Pues yo, de momento solo aspiro a disfrutar de lo que hay sobre la mesa, no dejar quieta a la bota, ganaros el café a los chinos y dejar que corran las manecillas del reloj.
¡Hombre Rogelio! ¡Cómo eres! ¡Algo se podrá hacer! No me extraña que con oficiales como tu, tengamos tan mala fama los de mantenimiento de los centros públicos.
¡Ah! ¡Si¡ ¡No me digas! O mejor dicho ¡Si me digas!: ¿Qué harías tú, que para eso eres el encargado, con esta pareja de locos que no hay quien les entienda y que no hay manera de separarlos?
Pues yo haría, yo haría, empieza a decir Daniel mientras los otros compañeros le miran expectantes (porque no suele mojarse así como así) yo haría yo haría... pide que le entreguen la bota, apunta con ella el reloj más tiempo que de costumbre; se la pasa a otro compañero; se hurga en el bolsillo del pantalón con la mano derecha, la saca con el puño cerrado y dice con aires de victoria: ¡Doce con las que tengo en la mano!
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